El reino de la mediocridad / Olga Ramos
Anoche, tuve la fortuna de leer un escrito de mi amiga Lidia titulado “esto no pasa en Luxemburgo” que cargado de un optimismo sin igual, nos invita a valorar las maravillas de vivir en Venezuela y asirnos de ellas para sobrellevar muchos de los problemas que nos aquejan. Imagino que muy pronto, todos tendrán la oportunidad de contagiarse de ese optimismo, porque seguro que Lidia lo colocará como una nota en facebook.
Ese relato ayer, hoy una interesantísima conversación con tres talentos universitarios que se han dedicado a pensar en una educación superior diferente y un maravilloso conversatorio con la excelente soprano Mariana Ortiz, organizado por la gente de Mundo Sonoro, así como muchos de los detalles que cotidianamente me regala la vida, me hacen creer que con el optimismo que trata de contagiarnos mi querida Lidia es suficiente para transformar al país que tenemos. Algo así como una especie de práctica medio zen que sugiere que enfocando nuestra atención en las cosas positivas y haciendo énfasis en ellas, el resto de la vida se contagia y termina produciéndose el, tan deseado, proceso de transformación.
Me encantaría dejarme contagiar por completo por el optimismo de mi amiga Lidia y adoptar esa especie de filosofía de vida. Sin embargo, es inevitable, como hoy, bueno, como todos los días, el que la hermosa y optimista dimensión de la realidad de la que tratamos de asirnos, sea abofeteada por, al menos, una dura y cruda manifestación de mediocridad y es entonces, cuando tenemos que asumir que sin la otra cara, que sin escudriñar nuestros defectos y trabajar para salir de ellos, la filosofía del optimismo se pierde irremediablemente en el reino de la mediocridad.
Y es que el reino de la mediocridad se manifiesta de muchas formas y por todas partes. Una de las más usuales y comunes, es mirar la paja sólo en el ojo ajeno y criticar descarnadamente y muchas veces, superficialmente al otro, condenándolo sin siquiera pensar que podemos estarnos viendo, como en un espejo de aumento, y apreciando como ajenos, aquellos defectos que nos son propios, sin que medie en el proceso ni siquiera un ápice de reflexión.
Nos quejamos del afán de Chavez por imponernos una forma de pensar y de ver la vida, nos quejamos de sus prácticas intimidatorias y autoritarias, nos quejamos de la superficialidad de sus análisis, de su manía destructiva, de su estrategia excluyente, divisionista y maniquea, de sus tácticas para sembrar y exaltar el odio como instrumento político, del menosprecio por el otro y de su indolencia. Nos quejamos de su excesivo aprecio por una cámara y una cadena. Nos quejamos de la exacerbada corrupción que se aprecia en el gobierno, de la falta de preparación y de la improvisación de los funcionarios, de la baja o mala calidad de los productos y propuestas que al país presentan, de su manejo aplastante y despiadado del poder, del reiterado uso de la máxima “el fin justifica los medios”, de la impunidad y de la desfachatez con la que cometen sus fechorías y de la falta de criterio. Nos quejamos de los que apoyan al gobierno y a Chavez por su supuesta ignorancia y ceguera, por su apego al liderazgo mesiánico y por la facilidad con la que “se venden” y los menospreciamos por ello, pero también por su origen, y hasta por su escasa formación.
Pero no sólo de ellos nos quejamos, nos quejamos de los radicales de nuestro lado, de los inmediatistas, de los que buscan una salida fácil, de los que también les encanta un micrófono y una cámara y abusan del poder cuando les llega, así sea insignificante. Nos quejamos de los que sacrifican la organización y la generación de acuerdos por el efecto mediático, de los que se llevan por los cachos a quién se atraviese con tal de lograr sus particulares propósitos, de los que se creen propietarios de la verdad o se sienten iluminados, también de los que se hacen la vista gorda para “evitarse problemas” y de la falta generalizada de exigencia y de calidad. Nos quejamos de la falta de formación y la superficialidad de nuestros políticos, de su falta de constancia y perseverancia, de la ausencia de estrategias, objetivos y metas, de la falta de transparencia en sus actos, de su apego al poder y de las agendas ocultas, del maniqueísmo, de la manipulación y de la mentira. Nos quejamos de que no reconozcan sus errores y de que no rectifiquen. Nos quejamos de los funcionarios públicos “que no se sacrifican por la patria” y que “se conforman con un bozal de arepas”. Nos quejamos del que no nos escucha y del que nos critica cuando nos expresamos, del que no es capaz de negociar o dar su brazo a torcer cuando sabe de más que no lo asiste la razón.
En fin, nos quejamos porque nos creemos mejores, sin preguntarnos, ni por equivocación, cuántos de los defectos que apreciamos en ellos, -en todos, en los que sólo por ser diferentes a nosotros nos generan ruido, nos molestan o nos atemorizan- como nuestro espejo de aumento, están presentes en nuestras prácticas cotidianas, así sea de forma incipiente o pequeña. Nos quejamos sin hacer un esfuerzo por mirar más allá de las apariencias y tratar de comprender lo que pasa y especialmente de comprender a los otros, a aquellos que son diferentes a nosotros. Nos quejamos sin reflexionar tampoco sobre cuál es la responsabilidad que tenemos sobre lo que sucede y cuál ha sido y es nuestra contribución a la actual situación del país. Seguimos apegados a la idea de que Chavez y el chavismo son la causa de nuestros problemas y no una natural consecuencia. Seguimos apegados a la idea de que el origen de nuestros males está fuera de nosotros y que la responsabilidad es del otro.
Hoy, a 20 años del Caracazo y a 10 años de la llamada “revolución”, parece que no hemos comprendido el país que teníamos y que tenemos. Aún pensamos, como dice mi amiga Keta, que el mal es Chavez, que es un inesperado y desagradable tropiezo en nuestras vidas, una pesadilla de la que queremos despertar desesperadamente y de la que vamos a salir en algún momento para volver a ser como en el pasado, “cuando éramos felices y no lo sabíamos” –olvidando que en ese pasado, esa ansiada felicidad no era de todos, ni siquiera de la mayoría.
Al parecer, no hemos comprendido que efectivamente somos parte integrante del país que tenemos y responsables de todo lo que en él acontece, que el reino de la mediocridad también es nuestro y que para destronarla tenemos que mirarnos y reconocernos en el espejo, para comenzar transformando nuestras prácticas cotidianas… mirando hacia adentro.
Olga Ramos
27 de febrero de 2009
olgaramos62@gmail.com
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