martes, junio 09, 2009

Una dosis de realismo y no precisamente mágico / Olga Ramos

Ninguna polaridad se resuelve en el mismo nivel de consciencia que se genera.

Carl Jung


En estos días, quizá los más difíciles de sus vidas para algunos, es casi inevitable pensar que ahora si tocamos fondo, que nada puede empeorar y que, en el momento menos pensado, ocurrirá algo, el tan ansiado milagro, que pondrá remedio definitivo a la espantosa crisis que el país está sufriendo. Se trata de una reacción absolutamente natural que emana de nuestros más profundos deseos, expresa nuestra resistencia a asumir lo que efectivamente nos está sucediendo, y a asimilar los cambios que, de facto, Venezuela ha experimentado.

Sin embargo, aunque no nos guste, sabemos que la mayoría de las evidencias señalan precisamente lo contrario, que estamos al comienzo de un período en el se profundizará la crisis en todas sus dimensiones, en el que la polarización y las agresiones seguirán en aumento, así como lo hará la inseguridad, y en el que seguirá disminuyendo notable y progresivamente la calidad de nuestras vidas. Es decir, vamos en caída libre, p’abajo y en picada. Decir esto no debe ser muy bien visto que se diga, pero no decirlo resulta realmente ingenuo.

El día en que se nos vuelen los tapones[1]

Un panorama como éste, hace que sintamos una presión a la que la mayoría no estamos acostumbrados, a la que seguramente y con sobrada razón, nos revelamos y que muchas veces también nos hará cuestionarnos sobre nuestra capacidad de supervivencia ante lo que estamos viviendo. En ciertas ocasiones, y con este cuestionamiento en mente, no podemos evitar echar la mirada atrás y recordar a quiénes los rebasó la magnitud de la crisis y desafortunadamente ya no nos acompañan. Y es que a pesar de la creencia popular que dice que la vida no te pone en situaciones que no estés en capacidad para enfrentar y superar, cuando nuestras vidas entran en crisis, por la razón que sea, no siempre se cumple esta premisa.

Así, haciendo un rápido y doloroso inventario, recordamos a los amigos que desarrollaron una inesperada e incurable enfermedad, muriendo por ella; a otros, que no llegaron a manifestar enfermedad alguna pero murieron de un infarto; también a quienes en menor cuantía, en un acto imposible de calificar, se quitaron la vida; y finalmente, a otros, los menos afortunados, aquellos que, aunque no llegaron a morir, tampoco nos acompañan, porque, de hecho, nos abandonaron cuando se les “volaron los tapones”, o se dedicaron al alcohol, o a las drogas.

Menuda fauna, diría mi padre, pero lo cierto es que todos ellos eran unos personajes interesantes, grandes apasionados por la vida y por el país, algunos más pasionales y otros más ponderados, pero la mayoría dotados de una excepcional inteligencia. A todos ellos, con mayor o menor frecuencia, estoy segura que muchos los extrañamos y aunque no estamos muy conscientes de ello, también sentimos que, literalmente, esta crisis les arrebató la vida y seguramente nos preguntaremos, en algunas ocasiones, cuantos de nosotros correremos con la misma suerte y a cuántos también se nos podrían volar los tapones.

El sino de la exclusión o cuando la exclusión no cambia de signo

Obviamente, este panorama no estaría ni remotamente completo si no decimos también que para muchos, extranjeros y venezolanos, habitantes de este país, no son precisamente éstos los días más difíciles, que quiénes habitan en algunas zonas rurales solamente han experimentado el olvido y la pobreza a lo largo de sus vidas, y que en muchas otras zonas rurales y urbano-marginales, las situaciones difíciles han constituido el sino con el que se teje su cotidianidad desde hace más de dos décadas, cuando comenzamos a percibir, con rudeza, los indicios de esta crisis.

Así es, por mucho que algunas personas perciban con desespero los embates de esta crisis sólo en los últimos años, tenemos que reconocer su existencia previa y asumir, de una vez por todas, que lo que hoy experimentamos, no es más que su profundización y extensión a otros grupos sociales y, en última instancia, la consecuencia de haber permitido que nos convirtiéramos en una sociedad altamente excluyente, que no supo atender a la crisis que sufría en diversas dimensiones. Una sociedad que tenía un aparato productivo poco robusto, en el que muchas de las empresas dependían de la intervención del Estado para ser exitosas; en la que comenzaron a hacer mella los valores, al punto de llevarnos a incluir expresamente su enseñanza en las escuelas; y en la que el sistema judicial era muy poco eficiente. Una sociedad constituida en su mayoría por indolentes habitantes, en la que “los ciudadanos ejemplares” eran las honrosas excepciones, en la que el ventajismo o la tristemente elogiada “viveza del venezolano” se consideraba una de las características con la que mejor se identificaba nuestra idiosincrasia, en la que “las leyes” se hacían “para violarlas”, en la que los desacuerdos con la autoridad se respondían con actitudes derivadas de la premisa que nos acompaña desde los tiempos de la colonia, “se acata pero no se cumple”, todos éstos rasgos propios de una institucionalidad bastante débil.

Se trataba de una sociedad en la que la dirigencia política se fue alejando progresivamente del pueblo, el clientelismo se convirtió en el mecanismo por excelencia para garantizar la filiación de la gente a los partidos, los partidos se dedicaron a colonizar todos los espacios de participación ciudadana para garantizar su control, el Estado no existía más allá del gobierno, las malas prácticas y la ausencia de controles comenzaron a borrar la línea que garantizaba la separación de los poderes y a dar campo abierto a la corrupción. En esta sociedad poco se valoraba el trabajo y el desempeño, las decisiones de políticas públicas podían estar bastante alejadas de los criterios técnicos y se apreciaba un incipiente profesionalismo en la función pública.

Esta sociedad altamente excluyente en la que nos convertimos, además, veía a la pobreza como un problema a resolver y no como una característica indeseable del sistema que requería, para dejar de formar parte del mismo, un profundo cambio en las reglas del juego en lugar de las reiteradamente utilizadas medidas “remediales” o compensatorias que lo único que lograban era correr la arruga.

Los agregados “revolucionarios”

Esta es la base, el punto de partida con el que iniciamos la mal llamada experiencia “revolucionaria” que hemos vivido durante estos últimos 10 años. Experiencia que, a pesar replicar de forma magnificada los problemas y errores que veníamos acumulando y agregar muchos otros, abrió un espacio de inclusión para un gran porcentaje de la población que, de otra forma, nunca hubiese tenido oportunidad de sentirse incluida. Claro está, esta inclusión, en gran medida, es más afectiva y emocional que efectiva y más efectista que eficaz, dado lo temporal y endeble de los mecanismos que la sustentan.

Sin embargo, la apertura de este espacio de inclusión, independientemente de sus problemas de eficacia, no ha contribuido a la disminución del carácter altamente excluyente de nuestra sociedad, ya que, paralelamente a su apertura se aplicaron nuevos mecanismos de exclusión mucho más abrasivos y violentos que los que existían previamente; mecanismos fundamentados en la filiación política, con los que se amplió la base de exclusión social, económica y política, al afectar a un amplio grupo de personas, anteriormente incluidos, por el sólo hecho de que, puntual o permanentemente, ejercieron su derecho a disentir, a pensar diferente y en última instancia, se negaron a asumir una actitud de sumisión política frente al centro del poder.

En esta profundización de la crisis, acompaña al aumento de la exclusión y de muchos de los problemas previamente existentes, la aplicación de una estrategia indiscriminada destrucción institucional y la utilización de la polarización política, como mecanismo para garantizar el control total del poder por el grupo que gobierna. Esta polarización y es necesario también reconocerlo, ha calado profundamente en la sociedad, permitiendo que emerjan características poco agradables y para algunos desconocidas o ignoradas, de nuestra idiosincrasia, características como el clasismo, el racismo, la xenofobia, pero sobre todo, el resentimiento.

Es imperioso un cambio de consciencia

Este es el país que actualmente tenemos y frente a él, algunos se niegan a asumir que el cambio, en muchos aspectos, ya se ha hecho efectivo; que, nos guste o no, la sociedad tiene nuevas propiedades que han emergido de facto, que están ahí y están para quedarse, a menos que hagamos algo para que emerjan nuevas propiedades, las que efectivamente queremos para Venezuela, y que en muchos casos, si nos atrevemos a asumir como cierta la situación base anteriormente descrita, entenderemos que las mismas serán nuevas porque no se encontraban realmente presentes en el pasado inmediato. En otras palabras, la Venezuela que vemos es la que tenemos, ella es solamente la evolución de la que tuvimos y que no quisimos ver como era en todas sus dimensiones y sólo podremos tener otra, como la que soñamos, cuando seamos capaces de reconocer que así es, y en consecuencia de trabajar persistente e incansablemente para construirla.

El primer paso, entonces, para poder enrumbarnos hacia la efectiva salida de la crisis, es aumentar nuestra consciencia sobre lo que aconteció y acontece, así como, darnos cuenta de que a lo largo de estos 10 años, hemos pasado más tiempo paralizados por el miedo o dedicados a evitar la destrucción de lo que teníamos y apreciábamos, que realmente concentrados en la construcción de una Venezuela diferente, una Venezuela cimentada en la inclusión. Este aumento de consciencia nos permitirá ponernos efectivamente en los zapatos del otro, de todos los anteriormente excluidos, y viendo más allá de lo obvio, profundizar en la comprensión y transformación de las creencias y las prácticas que sirvieron de base para lo que actualmente tenemos.

Solamente si asumimos que el país que vemos es el que tenemos y no otro, podremos avanzar en su reconstrucción, porque entenderemos que el mal llamado proceso “revolucionario” y todas las aberraciones que ha producido desde el poder, están cimentadas en las creencias y malas prácticas de nuestro pasado. Asumirlo, es el primer paso para poder trabajar en cambiarlo, ya que, su caracterización nos indica el signo de las cosas que no queremos reproducir.

Olga Ramos

08-09 de junio de 2009



[1] Un inciso dedicado con todo mi cariño a quiénes, por razones políticas, ya no nos acompañan, en especial al amigo Jorge Larrazabal, quién nos acompañó durante varios años como miembro de Asamblea de Educación; quién, por sus hijas, también militó en las filas de las organizaciones de padres y representantes, y a quién, lamentable y definitivamente, perdimos la semana pasada después de algunos años de luchar aguerridamente por mantener su salud.

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